PEDRO EL LÍQUIDO
Julián Delgado. Escritor
El sociólogo Zygmunt Bauman
desarrolló el concepto de Modernidad Líquida en referencia a la sociedad de
hoy, en la que las instituciones sólidas se han desvanecido. La define como una
figura de cambios constantes y rápidos,
inestable, precaria y transitoria, en la que las relaciones humanas son
inconsistentes y tienden al individualismo. Una sociedad dominada por el miedo
a ser un sobrante, un desecho; una situación que genera angustia existencial. Los
compromisos, hoy, como los líquidos, no se atan al espacio y al tiempo, fluyen
libremente. Es una representación de nuestra realidad, una nueva fase de la
historia de la humanidad en la que las cosas fluyen, se desbordan, se filtran
siempre por un tiempo limitado. Vivimos un tiempo veloz, convencidos de que las
cosas no van a durar mucho, que aparecerán otras que las desplazarán. Y esto
hace que el hombre no se comprometa con nada para siempre, que adapte la mente
en cada momento a lo que le beneficia, que se desprenda de firmes convicciones
que dificulten su adaptación a lo nuevo. Como el líquido, cambia de forma al
acoplarse al recipiente. Esa cultura del desapego, de la discontinuidad y del
olvido predispone al narcisismo y a actuar de forma egocéntrica y materialista.
La vida líquida es una sucesión de nuevos
comienzos con breves e indoloros finales, dice el sociólogo.
Pedro Sánchez, un ser narcisista, histriónico, ególatra, obsesionado por
el poder y el éxito, que atiende desmedidamente a su interés, puede ser considerado
un ejemplo claro de esta liquidez. Sobre todo, porque, ante un dilema, adopta
siempre la respuesta que más le conviene y es capaz de tomar la contraria horas
después. Su personalidad líquida le permite abordar los problemas sin
apriorismos ni compromisos, sin tener que enfrentarse a principios, ideología o
convicciones de los que carece. Lo normal es que a las personas les remuerde la
conciencia cuando actúan contra su propio criterio o sus principios, pero a Sánchez
no, porque los incorpora o conforma adaptándolos al recipiente de su interés.
Esto, sumado al atrevimiento que le proporciona su arrebatada pasión por el
poder, le convierte en una bomba, que, colocada en el vértice del Estado, puede
destruirlo.
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