LA AZOTEA
REPRESENTACIÓN Y DEMOCRACIA
Sería una peligrosa ingenuidad desconocer las
muchas carencias del sistema democrático y representativo vigente desde 1978. Quizá
la más llamativa consista en la abrumadora y progresiva escasez de demócratas
que configuran la base y su razón de ser. Porque la democracia se sustenta en ciudadanos
educados en un sistema de valores y creencias que aprecia el vivir en libertad,
respetando y acatando leyes justas que sus representantes votaron. Que aceptan
el reproche y desprestigio social que la vulneración de aquéllas acarrea. Que
sienten el orgullo de pertenecer a una sociedad evolucionada, en el estadio más
alto de la civilización, valorando la democracia como forma superior de vida y
no se avergüenzan de identificarse como patriotas. Que repudian los
totalitarismos como forma gregaria e inferior de convivencia. Quizá por ello, Larra decía que un pueblo no es
libre mientras la libertad no esté arraigada en sus costumbres e identificada
con ellas.
Pero aquí en nuestra Nación abruma la carencia o
al menos lo que existe quedó en minoría silenciosa y se va instalando el hombre
masa definido por Ortega. Ineducado, soez, intolerante, dogmático y radical,
que desprecia la libertad, que siente nostalgia de las cadenas vinculadas a
quien pueda decidir por él. Soy consciente que esa hermosa meta de la que
España se aleja, no es alcanzable sino tras procesos educativos equilibrados y
constantes, con Gobiernos estables. Por eso vengo defendiendo contundentemente
la necesidad de un sistema representativo que permita la alternancia en el
poder de las dos grandes formaciones del espectro ideológico. Es decir,
alternancia sucesiva mediante elecciones libres, del Partido socialista y del
Partido conservador. Los demás, deberían ajustar sus propuestas hasta hacerlas
coincidir con alguno de los grandes o aceptar un papel satelizado para cuando
los electores permitan su colaboración de Gobierno, que puede y debe ocurrir
frecuentemente. Ello permitiría gran estabilidad política y poder rentabilizar
los esfuerzos ciudadanos, en sus pretensiones cerca de las instituciones
constitucionales.
Este desiderátum no es novedoso ni aventurado y
sí ampliamente experimentado en países de larga tradición democrática. Pero requiere
modificaciones legislativas de calado, tan trascendentes como la Ley Electoral
General, restringiendo el acceso a la representación de partidos minoritarios
que no alcancen un porcentaje superior al actual 3% e introduciendo
decididamente el modelo mayoritario a dos vueltas, que dirima en última
instancia el partido gobernante. Naturalmente resulta deseable impedir o minimizar
la presencia de los partidos nacionalistas en el Congreso de los Diputados,
pero la Ley D´Hont favorece a las grandes formaciones, castiga a los de apoyo
electoral disperso y resulta ajustada para los de ámbito autonómico. De manera
que un sistema democrático, constitucional y parlamentario, también tiene sus
servidumbres y excrecencias. Máxime al tratarse de Estado tan disperso como el
español.
Pero el nacionalismo reaccionario y disolvente no
aporta nada a programas de ámbito e interés nacional, quizá eslóganes, quejas,
protestas y exigencias, como la secesión a plazos. Son partidos ajenos al
objetivo esencial de llegar a gobernar, quizá porque no pueden. La pretensión
se reduce a influir sobre el Gobierno y la opinión pública, convirtiendo su
presencia en lobby de enorme influencia. Quizá solo en España sea posible que
la Comisión de Exteriores de su Parlamento esté presidida por un nacionalista
independentista o el representante del Estado en Cataluña pida la independencia
sin ser acusado de traición. La presencia del nacionalismo debe quedar
reducida al Senado reformado, si alguna vez llega la urgente transformación del
Estado mediante una Constitución más propensa a la unidad nacional. Y excluidos
o neutralizados en el Congreso de los Diputados, impidiendo que un reducido
número de representantes decida el destino de la Nación.
España puede y debe quedar libre de la maldición
que desde mediados del siglo XVII le impide despegar como nación con mucho que
aportar a la Europa del progreso y la libertad. España tiene una Constitución en su mayor parte
modélica, una excelente base cultural, tecnológica y científica, pero necesita
cambiar la estructura de su Estado y su modelo de representación. Antes
de que nuevamente sea demasiado tarde.