Traigo hoy el artículo publicado en el Diario EL MUNDO por el prestigioso constitucionalista Jorge de Esteban, de manera gozosa puesto que la coincidencia que pueden apreciar los que vengan siguiendo mis columnas, verán que es absoluta. Falta naturalmente la maestría del ilustre Profesor y su espléndida exposición.
Les invito a la lectura de mi artículo titulado Y LLEGÓ 2014 que mañana día 9 de enero será publicado por el "Diario Córdoba" que complementa a mi juicio el artículo de Esteban. En mi tesis la conclusión del Profesor no es posible sin un Gobierno de coalición o salvación nacional, que propongo, como podrán leer en el artículo que anuncio.
Alguien podrá pensar que todas estas teorías no pasan de ser especulaciones teóricas no coincidentes con los optimistas datos que la realidad económico-financiera presenta estos días. Los datos son magníficos y levantan optimismo necesario tras tanto sufrimiento, pero desgraciadamente a mi juicio no son sostenibles, si no se procede con urgencia a una reforma del Estado. Ojalá me equivoque y necesite pedir perdón por el error. Lo haré encantado.
Javier Pipó
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional
EL MUNDO.
Miércoles 8 de Enero 2014
Reformar
la Constitución para acabarla
NO HAY peor ciego que el que no
quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír. Iniciamos el año 2014 en
España, cuando todavía no se sabe con certeza si la recuperación económica y el
desempleo mejorarán sus actuales cifras aterradoras. Pero, en cambio, lo que sí
sabemos con claridad es que en este año, si los ciegos voluntarios no quieren
ver y los sordos pertinaces no quieren oír, asistiremos al comienzo de una
dinámica que nos conduciría a la yugoslavización de nuestro país.
En efecto, si no se encuentra una forma adecuada
para embridar los deseos separatistas de nacionalistas catalanes y vascos podría
iniciarse el proceso de desintegración de España.
Volvamos la vista atrás. Cuando, tras las
elecciones de 1977, se formaron las nuevas Cortes democráticas, era evidente
que se acabarían convirtiendo en Cortes Constituyentes. Pues bien, entre todos
los problemas que tendrían que abordar los nuevos parlamentarios, había uno que
brillaba por encima de todos los demás: solucionar de una vez por todas las
aspiraciones de autogobierno de vascos, catalanes y, en menor medida, gallegos.
Detrás quedaba un siglo y medio de conflictos regionales que habían superado el
mero ámbito político hasta adentrarse en el bélico. Era necesario, pues,
conseguir una fórmula que integrase a estas regiones en un proyecto común de
país en el que todos los españoles se sintiesen copartícipes del mismo. De este
modo, era fundamental encontrar una forma de ordenación territorial del poder,
que acabase para siempre con tales disonancias históricas.
En tal sentido, los constituyentes disponían de
tres modelos y de un antimodelo para modelar su reflexión. Dicho de otro modo,
existían tres ejemplos posibles en Europa que podían elegir, según fuese el
alcance de sus intenciones descentralizadoras.
El primero, el modelo portugués, que consistía en
reconocer a dos regiones una cierta autonomía, Madeira y las Azores, mientras
que el resto de regiones tendrían simplemente un régimen común o cierta
descentralización administrativa. En el supuesto español, serían solo Cataluña,
el País Vasco y, si acaso, Galicia, las regiones que accediesen a la autonomía.
Es más, se podía incluso haber simplificado el problema, si hubiesen decidido
reponer los Estatutos vasco y catalán aprobados antes de la Guerra Civil. Este
primer modelo se justificaba por contener un pacto implícito por el que los
nacionalistas renunciarían a la independencia de sus regiones, a cambio de la
posibilidad de autogobernarse.
Un segundo modelo, que podríamos denominar
italiano, consistía en conceder la autonomía a todas las regiones, pero algunas
tendrían mayor autonomía que las demás. Se trataría entonces, en nuestro caso,
de conceder la autonomía a todas las regiones españolas, pero el País Vasco, Cataluña
y, acaso, Galicia, gozarían de un mayor grado de autogobierno.
Por último, se podría haber adoptado igualmente
el sistema alemán, basado en un Estado Federal, que concede a todas las
regiones una autonomía semejante, es decir, en nuestro caso, Cataluña y el País
Vasco, tendrían la misma autonomía que el resto de las regiones, según el
modelo clásico de todo Estado Federal, aunque, por supuesto, ello no
significaría una uniformidad general en todo.
Por lo demás, conviene subrayar que el
reconocimiento de cualquiera de los tres casos señalados vendría explicitado en
la Constitución federal o nacional, así como en los Estatutos o Constituciones
de las regiones que hubiesen accedido a la autonomía. Por de pronto, la
Constitución federal o nacional, dejaría bien delimitado el mapa de las
regiones, así como las competencias de cada una y las propias del Estado
central. Sin embargo, los constituyentes españoles no se pronunciaron por
alguno de los tres modelos señalados, sino que, por el contrario, escogieron el
antimodelo copiado de la Constitución de
la II República.
En efecto, el texto de 1931 se caracteriza, en lo
que respecta a la cuestión territorial, porque no se sabía que Regiones Autónomas
serían las que se acabasen reconociendo, puesto que dependía del llamado principio
«dispositivo», según el cual la autonomía se obtenía por voluntad de cada
región. Ahora bien, ese antimodelo se complicó aún más en 1978, porque el reparto de competencias entre
el Estado y las regiones es mucho más confuso de lo que exponía la Constitución
republicana, ya que una Comunidad Autónoma puede llegar a adquirir gran parte de
las competencias exclusivas del Estado. Así las cosas, la Constitución de 1931
era también más precisa respecto a la aprobación de un Estatuto, puesto que
según su artículo 15, eran necesarios los dos tercios de votos de los electores
inscritos en el censo de la región.
Con semejante orientación, el Estatuto catalán de
2006 no hubiera sido aprobado, puesto que solo participó en el referéndum el
49,50 de los electores del censo de Cataluña. Sea como fuere, cabe afirmar,
que, en mi opinión, la principal causa de lo que está sucediendo en España en
estos días, se debe a que la Constitución fue inacabada, dejando un tema tan
importante como es la organización territorial del poder para que las Cortes
desarrollasen las autonomías, según lo que señalara el llamado principio
«dispositivo» en cada caso.
Esto es, dejando al albur de los partidos
nacionalistas mayoritarios en las Comunidades Autónomas vasca y catalana, la
reivindicación de ir aumentando sin límite su autogobierno, lo que era a la
larga un auténtico suicidio. Es más: tanto la imprecisión de la Constitución, como
la carencia de un mínimo sentido político de nuestros gobernantes, ha causado
que el Tribunal Constitucional se haya erigido en una especie de Tercera
Cámara, con el resultado de que en lugar de vigilar por el respeto de la Constitución,
el Tribunal se haya convertido en un legislador supletorio de las materias
autonómicas.
En definitiva, lo que en un principio se concibió
sólo para resolver los problemas del País Vasco y Cataluña, se acabó
generalizando para todas las regiones. De esta forma, del postulado del pacto
implícito, según el cual las nacionalidades históricas renunciaban a la
independencia a cambio de ver reconocido su autogobierno, se pasó a la idea de
que la democracia es más auténtica si se acercan los centros de decisión a
todos los ciudadanos. Se generalizó así la autonomía y se disolvió el
«identarismo» de vascos y catalanes.
En suma, se había pasado del posible modelo portugués,
al modelo alemán de todos iguales, aunque con muchas diferencias. Pero si en 2004
se hubiese cerrado este proceso, completando de forma definitiva la Constitución,
probablemente se hubiera logrado la estabilidad del Estado y el frenazo a los
nacionalismos. Sin embargo, como no se cerró el proceso autonómico, los vascos y
catalanes volvieron a reivindicar su «diferentísmo» para pedir más autogobierno
y así surgió primero el Plan Ibarretxe que fracasó y, más tarde, el nuevo
Estatuto catalán de 2006, que se aprobó ampliamente en el Parlamento catalán y
de forma más restringida en las Cortes. Como no había límites fijados en la
Constitución, el Estatuto catalán osó traspasar los bordes indispensables de la
convivencia legal para convertirse más bien en una Constitución.
Todo se pudo realizar gracias a la
irresponsabilidad de tres gobernantes socialistas que, con sus confusas ideas
constitucionales, pretendían convertir un automóvil en un avión. Lo lógico, por
consiguiente, es que el engendro se estrellase con la Sentencia del Tribunal Constitucional del año
2010, pues tras cuatros años de indecisión, éste no tuvo más remedio que declarar
inconstitucionales muchos artículos, así como la propia sustantividad de la
norma. Lo que sucedió después ya es conocido. Por una parte, los nacionalistas
catalanes, tras 30 años de lavado de cerebro en las escuelas y con la
complicidad de todos los medios catalanes de comunicación de masas, iniciaron
su «rebelión» contra el Estado, reivindicando un referéndum de
autodeterminación.
Si los nacionalistas vascos y catalanes aceptaron
que se adoptase el citado antimodelo en el Título VIII de la Constitución, fue porque sabían lo que hacían
y es ahora cuando comienzan a recoger los frutos.
Por otra parte, para agravar la situación, otras
comunidades autónomas han querido emular y hasta superar el Estatuto catalán, demostrando
así que la «estupidez envidiosa »se halla muy extendida en España.
Ante la amenaza de este preocupante panorama, recibimos
también la visita de la vieja dama de la crisis económica, con su compañera la
corrupción. Los nacionalistas vascos y catalanes, por un lado, y el despilfarro
y la falta de previsión para el futuro, por otro, han llevado al Estado español
a un impasse constitucional
de difícil solución.
Hay que decirlo claro y alto: el Estado
desvencijado que tenemos es inviable, porque han surgido con fuerza los
separatismos, porque es imposible gobernar con una Constitución confusa que ya
no rige en toda España y porque no podemos permitirnos una estructura tan cara con
sus duplicidades de leyes, de órganos, de administraciones, lo que supone un
gasto improductivo imposible de mantener.
El Estado de las Autonomías, que pudo tener sus
ventajas hace años, es incompatible hoy con el Estado de Bienestar. Los
gobernantes actuales, sin embargo, parecen optar por el primero, mientras que
los ciudadanos lo que desean en su mayoría es el segundo. No es fácil, por
tanto, encontrar un camino para lograr la convivencia entre los españoles. Pero
si existe alguna vía no es otra que la de acabar de una vez nuestra
Constitución inconclusa, a fin de que defina de una vez el modelo de Estado
definitivo.
Resulta una paradoja que España, el Estado más
antiguo de Europa, sea incapaz de seguir siéndolo en el futuro. Por tanto,
acabar la Constitución, significa sobre todo la reforma profunda del Título
VIII, tratando de neutralizar así a los independentistas. Para ello hay que
volver al proceso constituyente inacabado de 1978 y concluirlo de una vez.
En efecto, hay que comenzar diciendo cuáles son
las Comunidades Autónomas posibles en
España, suprimiendo tal vez las uniprovinciales. Hay que señalar los órganos
mínimos para el funcionamiento de las Comunidades Autónomas que se reconozcan.
Hay que decir cuáles son las competencias propias de las mismas y las que sean
exclusivas del Estado. Y hay que buscar algún tipo de reconocimiento para que
el País Vasco y Cataluña posean un status diferenciado de las otras, buscando para
ello el consenso de los partidos nacionales si es que son responsables, antes
de que las aguas desborden los embalses.
En verdad, todo intento parcialmente reformador
del Gobierno es inútil, pues cuando la casa amenaza ruina no es posible evitar
su hundimiento, sustituyendo uno a uno los azulejos del cuarto de baño, en
lugar de reformar toda la estructura básica del edificio. Pero para lograrlo el
presidente del Gobierno tiene que explicarlo ya, porque no hay peor mudo que el
que no quiere hablar.