CATALUÑA Y LA REFORMA
Javier Pipó Jaldo
La
cuestión catalana parece contenida, pero sin solución. Tras el lloriqueo de
Junqueras que tanto recordaba a Arias Navarro, el aborto independentista une en
idéntico plañir la representación de parecidos farsantes, pero aún así o quizá
por ello, resulta difícil sustraer unas líneas a la cuestión constitucional en
que parece devenir aquella. Desde luego debo manifestar mantengo inalterada mi
intranquilidad e insatisfacción por el resultado del bien llamado proceso
soberanista y su aparente fracaso, incluso su teatralidad algo chusca, por no
decir dramática. Creo que a partir de la decisión del Gobierno catalán comienza
una cuenta atrás irreversible, imparable en su devenir histórico.
A la vez
habrá de constatarse el fracaso de una Constitución vigente durante 36 años y
ni uno más con la conformación actual. Es verdad, nació con vocación de
convivencia y respeto, pero incapaz de durar otra generación. Resultó eficaz
para construir el más largo periodo de paz con bienestar desde 1700,
permitiendo desconocidos parámetros de libertad, democracia y desarrollo, pero
ahora es instrumento inútil para conservar lo construido. De manera que en
efecto es tiempo urgente de modificarla y constatar también el fracaso de las
instituciones, del juego de poderes y contrapoderes que definen aquella, del
Gobierno de turno y de los partidos democráticos, ojalá todos lo fueran, que
nunca aceptaron que la libertad y la democracia requieren labor imaginativa
diaria porque no son conquista permanente.
Miren, el Estado de las autonomías
es invento de la democracia española. Quizá los constitucionalistas se
sintieron apremiados por el llamado “problema nacional” conocido desde el XIX
como “problema regional”. Y para ello miraron hacia el Estado Integral de la
Constitución de 1931. Pero en palabras de Cruz Villalón elaboraron “una
Constitución que permitía, sin sufrir modificación formal alguna, lo mismo un
Estado unitario y centralizado, que un Estado unitario pero descentralizado,
que un Estado sustancialmente federal, que, incluso, fenómenos que rebasan los
límites del Estado federal para recordar fórmulas confederales”. Es decir,
sacaron de la Constitución la estructura del Estado, construida a tirones por
el TC y los Estatutos de las CCAA. Dicho con brevedad, optaron por un modelo abierto,
limitado básicamente a regular las diversas formas que podía eventualmente
adoptar el proceso descentralizador. Y claro, al carecerse de modelo
constitucional, el nacionalismo argumentó tal como defienden Argullol o Herrero
de Miñón la heterogeneidad autonómica, como si fuese la deriva necesaria de
aquél. De ahí a la plurinacionalidad, ya que Euskadi y Cataluña se proclaman
naciones y sobre ello la foralidad, la insularidad y la pluralidad lingüística,
como hechos diferenciales. Y la respuesta expansiva y exigente del agravio
comparativo de los demás. Naturalmente, cultivado el soberanismo se abre la
puerta al independentismo, aderezado además por una historia manipulada o falsa
concebida sin base científica, como fuente de legitimidad política.
Hay pues
que iniciar con urgencia una reconstrucción nacional que termine con la
hegemonía ideológica y cultural del nacionalismo pero también explicar a las
nuevas generaciones que la unidad nacional es un proceso de incorporaciones
iniciado por la unión de las Coronas de Castilla, León y Aragón. Que nunca tuvo
más fusión que la Corona, ni siquiera con los Austrias. La soberanía de la
Nación española fue proclamada por las Cortes de Cádiz en 1812, conformándose
así por vez primera en España el Estado constitucional, sobre la base de una
comunidad política organizada sobre la división de poderes y formada por los
españoles, considerados como ciudadanos libres, iguales ante la ley y sometidos
al mismo ordenamiento jurídico. A partir del triunfo de la Revolución liberal,
quedó organizado en provincias y en municipios, estructura territorial
respetada por las Constituciones monárquicas de 1837, 1845, 1869 y 1876 y por
la republicana de 1931 que introduce la autonomía regional. Solo pues 200 años
de unión.
La CE de
1978 tiene en la práctica rasgos de funcionamiento propios de los sistemas
federales, con debilidad acusada del Poder central eso sí, a diferencia de la
reforma reciente del Estado federal alemán. Debe ser modificada en esa
dirección, hasta que parezca lo que debió ser o al menos lo que parecía querer
ser. Porque nadie tenía la certeza de saber lo que quería, ni la Nación
necesitaba. Ahora sí, a pesar de catalanes y vascos.
Además
el formato de las autonomías ha fraccionado los campos de decisión política favoreciendo
intereses con frecuencia corrompidos, tratando de disimular un latrocinio
minucioso de lo peor y más acanallado de la clase política.
Decía
Einstein que el nacionalismo es el sarampión de la humanidad. Pero este tiene
cura y el nacionalismo ninguna, pero si tratamiento. Y también es verdad que no solo es
enemigo declarado de la Nación española, sino también del gran proyecto
europeo. Pero la historia a considerar es la del avance humano en su desarrollo
en busca del bienestar y la dignidad. Y a ello debe España dedicar el esfuerzo
de nuestra generación y las siguientes. Y que dure al menos 40 años.