MONARQUÍA E IDEOLOGÍA
Javier Pipó Jaldo20 de Febrero 2014
Pero en espacio así, la opinión
debe ser modesta. Soy además consciente que en España el tema de la Casa Real
resulta fácil si es para manosearla o desprestigiarla sin más. En consecuencia,
algo de riesgo sí que tiene. Sobre todo tras el corifeo en que se convirtió el
trago mallorquín, comentado exhaustivamente hasta la saturación.
Miren, la Corona en un régimen
democrático y parlamentario no pasa de ser una modalidad de Jefatura de Estado.
Diría que la forma más estable y sostenible en la cúspide de los Estados
avanzados. Y ello naturalmente para nada puede significar que las formas
presidencialistas de las repúblicas, así mismo democráticas y parlamentarias,
dejen de ir unidas a Estados avanzados. Y no es juego de palabras para evadir
una cuestión importante en un país evanescente como España, que no llega a
terminar ni seguramente terminará de encontrar la forma de convivencia.
Aquí no interesa para nada el
análisis de las ideas y las formas políticas contemporáneas examinadas por
politólogos. Basta la intuición popular inducida por iluminados. Cualquier
posible planteamiento se inicia con una posición ideológica previa que recorre
desde el apoyo a la monarquía, con tibieza eso sí, para no quedar señalado,
hasta el republicanismo extremo y concienzudamente visceral, pasando por la
posición conservadora de masa acrítica que espera se dilucide el dilema para
apuntarse al resultado más favorable.
Y claro, niego la mayor. Niego
que la forma monárquica de la Jefatura de Estado sea cuestión ideológica,
cuando el Rey no pasa de ser un órgano más del Estado.
En la ideología se contienen las
ideas políticas, y en las formas constitucionales, se posibilita que aquéllas
impulsen la acción incluida en estas. Es decir, la ideología englobada en las
Constituciones delimita el modelo de sociedad y en consecuencia hace
irrelevante la forma. Desde la monarquía británica, modelo de sociedad
democrática y representativa, sin Constitución escrita pero con ordenamiento
jurídico de tradición constitucionalista, hasta la República presidencialista
federal de los Estados Unidos, de Constitución centenaria, modelo de división
de poderes y de contrapoderes. O de modelos que en la Europa continental se
reparten entre monarquías radicalmente democráticas como Dinamarca, Bélgica,
Holanda, Luxemburgo, Suecia o Noruega, y variadas y envidiables Repúblicas de
poder centralizado como Francia o federales como Alemania.
Y lo que identifica a Estados
como estos, entre otras cuestiones, es el grado de desarrollo y justicia
social; su amor a la libertad; el respeto a la propiedad privada o a la
libertad de mercado; el modelo de justicia independiente y la libertad de
prensa o la de expresión.
Espacios de democracia, de
democracia liberal, la forma que en política ha representado la más alta
voluntad de convivencia, en palabras de Ortega. Islas de convivencia y
desarrollo humano que han superado las etapas más negras de la historia y se
desenvuelven acertadamente, con sus crisis o ciclos, en un mundo global de
subdesarrollo y cuando no de autoritarismo o tiranía.
Y es verdad que las monarquías
constitucionales, democráticas y parlamentarias son minoría en cuanto al número
de sistemas existentes en el mundo libre. Incluso pueden ser calificadas como
anomalías históricas por su pervivencia, pero como dice Pérez Royo, corregidas
por el Estado constitucional democrático, donde todo el poder procede del
pueblo.
Por todo ello, Estados con
tradición monárquica deben preservarla como tesoro histórico porque ha
representado avance y progreso, democracia y libertad, equilibrio y
continuidad. Y Estados con tradición republicana, como el caso USA desde su
nacimiento, carece de sentido plantearse cualquier modificación de un modelo
ejemplar de participación democrática, imperio de la ley y liderazgo envidiable
de progreso.
España se encuentra en el primer
grupo de los Estados citados, con amplísima tradición histórica de monarquías
más o menos ejemplares y dos cortos períodos republicanos de infausta memoria,
que desde luego podrían haber fructificado en fértiles y felices periodos de
convivencia.
Resulta indiscutible que la forma
política del Estado es susceptible de estar corrompida hasta las entrañas, sea
República o Monarquía. Tanto, como que una u otra es compatible con la
distribución territorial del poder, centralizado o federado. La corrupción
depende de las personas, los grupos sociales y las exigencias de una opinión
publica amante de la libertad, y el poder puede y debe estar distribuido por el
territorio, según parámetros de eficiencia.
Decir como la indocta Rahola que
la monarquía es institución medieval, es desconocer el Medievo. Esperar de la
República, ocasión para el levantamiento revolucionario, el sueño perpetuo y
tricolor del comunismo totalitario.
Es confundir Monarquía con
ideología.
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