ASOMADO A LA AZOTEA
10 de Septiembre de 2016
Ya ven, aún no hemos digerido las
elecciones de hace casi un año, ni conocemos sus efectos sobre la gobernación
de la Nación y ya estamos en otras dos a las que se concede el papel de
desatasque de las anteriores. Es emocionante, un sueño tan cansino como inútil
en sucesión de actos ininteligibles que no parecen tener fin; declaraciones,
reuniones y comparecencias tan repetidas como gastadas, algunas tan ridículas
como lesivas a los intereses nacionales. Claro, los guardianes están a
resguardo de su inanidad tras un kit de privilegios bien engrasado con sueldos
públicos envidiables. Y luego los diputertulianos que largan en los medios, con
argumentos tan grandilocuentes como sectarios y lamidos hasta la náusea
democrática del sobresueldo.
Pues podríamos y seguramente deberíamos
hacernos dos preguntas seguidas. Si se comparte la sensación de que estos
profesionales de la comedia deberían cobrar solo cuando tengan algo que votar,
aunque sea en contra de lo que piensan - como parlotean muchos, en privado- y
en segundo lugar, si situaciones estúpidas como la presente no pone de
manifiesto la innecesariedad de 350 diputados - podrían ser la mitad o al menos
solo 300 como autoriza el art. 68,1 CE - si como ocurre, casi ninguno cumple el
sagrado precepto constitucional de no estar ligados a mandato imperativo
alguno; es decir, diferente a la propia conciencia. De manera que la farsa está
servida y continúa; de nada sirvieron las elecciones de 2015, ni las de 2016,
ni las previsibles de este mismo año o las del próximo.
Es el sistema el atrancado, por la
intolerancia de unas élites mutiladas y la estulticia de la mayoría. Lo que
J.S. Mill predicaba respecto a la existencia de un gobierno liberal solo
posible en una sociedad liberal, podría parafrasearse diciendo que la
Constitución democrática requiere estar sustentada por una sociedad
democrática. Dió de sí pues lo que podía, requiriendo de forma llamativa una
puesta a punto que al menos le haga durar otros cuarenta años, o al menos 25,
que ya sería inédito en la corta pero azarosa historia del constitucionalismo
español. Una ensoñación parece que imposible cuando resulta impensable ni tan
siquiera salir del estancamiento perverso del momento.
No parece querer afianzarse la idea de que
globalmente pasó una era larga, décadas, de prosperidad y seguridad, tanto de
fronteras como de sistemas políticos, sociales y económicos. Que Europa
ciertamente ha superado con inteligencia y el sacrificio de muchas
generaciones, no solo la crisis derivada de la Gran Guerra, sino afrontar la
destrucción moral y económica de la IIGM, producto de la lucha sin cuartel
entre los totalitarismos nazifascista y comunista. Tras siete décadas de
impresionante avance, la globalización impone nuevos modelos y parámetros de
conducta. Ahora que parecen desaparecer las condiciones sociales y económicas
que hicieron posible el liberalismo, pervive un comunismo totalitario mutado en
vigoroso y peligrosísimo populismo, enmascarado eso sí tras la violencia
medieval del islamismo. Una ola de inseguridad ataca y parece derrumbar los
cimientos en los que los europeos basaban su libertad y la prosperidad
colectiva. En Europa asoma por el norte la intolerancia de la extrema derecha, por
el sur el autoritarismo inicial del leninismo populista y por todo su perímetro
la presión insoportable de millones de seres humanos, tras los cuales se construirán nuevos cimientos de una nueva
civilización.
Y mientras, España sin dirección política,
sin rumbo, con la rebelión de las élites nacionalistas apestando el aliento en
el cogote nacional y en caída acelerada la moral social, el prestigio
internacional, el desorden institucional
y el Estado de bienestar acumulado. Alguien dijo que desde Hobbes, los
problemas radicales no se resuelven mediante compromisos amistosos, sino que
exigen soluciones radicales. Asomado a mi Azotea, si algo percibo por ahora, es
miedo, el nuestro, reflejado en ceguera colectiva, hartura y apatía política.
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