La Azotea
A PROPÓSITO DE LAS DIPUTACIONES
Este
tiempo muerto para el Estado en funciones también tiene su vertiente positiva y
es conocer más de cerca a los que quieren gobernarlo. Por ejemplo, empezamos a
conocer mejor a quienes con la etiqueta de “ciudadanos” resultaban de difícil
calificación ideológica, aunque nos satisfacía su españolismo demostrado
sobrada y brillantemente en la selva catalana. Ahora ya podemos ubicarlos en la
socialdemocracia, moderada eso sí, pero socialdemocracia. También sabemos y
tememos el giro espectacular desde la posición templada del socialismo
democrático anterior al arrasamiento zapateril, al socialismo cavernario y
radical de Zapasanchez, por mucho que le reprochen sus mayores, que callarán
cobardemente antes que perder posiciones en el reparto del botín. Eso sí, estos
con aquellos no están unidos por las doscientas mini propuestas - en el caso
andaluz también el servilismo - sino la obsesión por echar a Rajoy y derogar lo
vigente, bueno o regular. Un error histórico más del reaccionarismo hispano,
que pagaremos los de siempre. Y por el otro lado, pues igual. Aburridos,
divisando al previsible e impasible Rajoy. Y espantados, al saber suficiente
del comunismo populista, totalitario y letal de los podemitas. Es una erisipela
viral y epidémica.
Son
pues muchos y aguerridos los volcados en la conquista del Estado. Empeño que practican
con denodado ímpetu, a veces sin respeto y en demasiadas ocasiones con la
altura del enano y los conocimientos justos del analfabeto. Y eso que el Estado
no pasa de constituir una mera ficción jurídica, eso sí dotado de soberanía
internacionalmente reconocida y dicen los manuales que con tres elementos
definitorios como el territorio, la población y las instituciones. Pero aquí ya
ven. Se discute la soberanía; al territorio se le incluye dentro de la
geometría variable y la población, en modo alguno se admite constituya nación,
sino más bien una resultante plurinacionalidad. Y para que hablar de las
instituciones que las poseemos de toda clase y condición, unas útiles y otras
completamente inútiles o perfectamente prescindibles, pero eso sí todas
carísimas, mayormente insostenibles y actuando unas sobre otras, hasta la ruina
del Estado y de los cada vez menos denominados así mismos como españoles. Es
decir, un Estado follón, para ir tirando mientras dure.
Ahí
tienen la tupida red de Diputaciones, por ejemplo, tan útiles en su brillante pasado
como inútiles en su derroche presente. Instituciones sacadas nuevamente al
debate público en momento en que la destrucción del Estado tiene más morbo que
su reforma; en circunstancias tales que cualquier recoveco de aquél es bueno
para el saqueo o cuando menos obtener beneficio de la rapiña. Pero no esperen
debate girando alrededor del coste/beneficio de las instituciones o de su
encaje en el propio ordenamiento constitucional. Que va. Sacan ahora a relucir
en alarde prodigioso de cinismo, los beneficios que aquellas representan para
la dispersa población rural, terminando en síntesis, con el canto de la
simpleza inconmovible, “si no existieran, habría que inventarlas”.
Pues miren, están inventadas
hace tiempo, con gestación lenta pero admirable en su consolidación. Desde la
división del territorio nacional en 1812 hasta el Estatuto provincial de 1925.
Desde la Ley para el Gobierno de las Provincias en 1823 durante el Trienio
Liberal a la Ley Municipal y Provincial de 1870. Desde la división efectiva de
Javier de Burgos en 1833 a las Leyes de 1935 o 1955. Es decir, que hasta llegar
a la Constitución de 1978 existe verdadera proliferación legislativa con algo
en común: el fortalecimiento de la Provincia siempre se llevó a cabo a costa
del Estado o del Municipio. Y entra en vigor la Constitución y continua la
marea legislativa en un bosque donde ya resulta complicado encontrar respuesta a
dos preguntas esenciales. Qué puedan ser esos órganos centenarios de gobierno
de las provincias, llamados Diputaciones y para qué sirven o cuales sus
funciones imprescindibles para que entre todas gasten más de veinte mil
millones de euros. Imposible contestar en comentario a vuela pluma, con espacio
reducido y de más modestas pretensiones.
La
Constitución entra en vigor desconociendo cuando ni cuantas Comunidades se
constituirán. Tal como expresa el artículo 137, “el Estado se organiza
territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan”. En
consecuencia, la Provincia forma parte del denominado Poder Autonómico,
inicialmente indefinido, junto a las CC.AA. y los Municipios, entretejiendo una
red de cuatro niveles no jerarquizados de poderes públicos siempre superpuestos
sobre el territorio, con competencias a veces difusas cuando no confusas, que
gozan además de autonomía para gestionar sus intereses, que son los colectivos.
Consolidado el ruinoso Estado Autonómico carece de sentido alguno la existencia
de estos entes, no así de la Provincia que en la literalidad del artículo 141, viene “determinada como
división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado”. Pero
Estado es también la Comunidad Autónoma y el órgano de gobierno de aquella es la
Diputación, pero puede ser otra Corporación de carácter corporativo. O ninguna,
reformado como debió hacerse años atrás, el nefasto Título VIII de la Constitución.
Ya
ven, las Diputaciones no deben seguir la senda del endeudamiento, de la
dependencia del Estado y de los Fondos Europeos. Son máquinas de gasto y de
poder territorial tan costosas como inútiles ya que sus competencias todas,
pueden ser asumidas por muchas de las más de trece mil entidades locales
inscritas o por las Comunidades Autónomas. Y sus valiosos Cuerpos de
funcionarios transferidos a Municipios o Comunidades Autónomas. Y todo podría
hacerse de forma gradual. Todo menos seguir constituyendo centro de colocación
partidaria y demasiadas veces tapadera de apestada corrupción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario