La Azotea de Javier Pipó
REFORMAR LA CONSTITUCIÓN
Pues de nuevo la clase política
se moviliza nerviosamente, postulando modificar la Constitución. Bueno, unos
cambiar la Constitución y otros cambiar de Constitución. Unos y otros proponen
cambios, aunque la mayoría desconozca para qué y por qué. Como si aquí fuera
más urgente cambiarla que hacer cumplir sus mandatos. Pero una cosa es el
consenso para modificar lo que se debe, lo necesario, conservando la unidad de
los que creen en el sistema que atender las pretensiones de aquellos que lo
desprecian, empeñados en abandonar la democracia parlamentaria y representativa
para llevarnos al totalitarismo nazifascista o comunista o a la ruina y el
hundimiento en el autoritarismo, estúpido y empobrecedor del populismo
bolivariano. Estos, por muy ingobernable que aparezca el Estado, para nada
deben formar parte del bloque constitucionalista, salvo se quiera perder
sensibilidad frente al riesgo de abandonar la libertad. Por eso reclamo un
consenso necesario, como punto de llegada y no de partida, al resultar
innecesario. Y desde luego, proclamar encontrarme entre los que aprecian la
necesidad de reformar la Constitución, pero como forma indubitable de
defenderla. Y sin maquillajes como solución o apaño ante una opinión pública en
situación de hostilidad o de un encrespado problema catalán o vasconavarro. Si
así fuera, de poco serviría incluso en su limitada temporalidad.
Es verdad que las formas, también
las políticas, perdieron su antigua eficacia; que lo que aparecía estable
súbitamente aparece como inestable. Es verdad que estamos declarados en crisis
o al menos así nos confesamos, aunque parezca en vías de solución la económica
pero en agravamiento la crisis política, al ser de valores, de moral social, de
creencia en las instituciones, de hartazgo de partidos políticos protagonistas
indebidos de la vida ciudadana, decidiendo allí donde deben hacerlo aquéllas.
Es verdad la existencia de un Estado débil aunque España nunca tuvo un Estado
sólido y casi se pierde la esperanza de ver cuajar una sociedad civil
organizada. Es decir, parece que los automatismos morales en que estábamos
instalados aparecen como una obsolescencia. Pero no por ello debemos dejar nos
cambien la Constitución, simplemente deberíamos querer reformar la
Constitución.
He reiterado en varias ocasiones
que España inició un proceso federalista desde el Estado unitario hacia la
descentralización total. Es más, los pactos autonómicos de 1992, nos convierten
claramente en un Estado de naturaleza federal y simétrica. Y también añado que
ciertamente de forma incomprensible se consintió, incluso profundizando en el
disparate, la asimetría del régimen económico del País vasco y Navarra o la
indudable inconstitucionalidad del blindaje asimétrico previsto en el reformado
Estatuto catalán. Pero supongo cada vez más consciente a la opinión pública
que, con Blanco Valdés, en relación a otros estados federales, la singularidad
de España está en los nacionalismos. Pero no por ello se debe seguir
consintiendo que un Gobierno ignorante del aserto de Gellner - es el
nacionalismo el que engendra naciones, no a la inversa – y casi exclusivamente
polarizado en la crisis económica, esté permitiendo a Cataluña dotarse de
instituciones de Estado que además financian el resto de los ciudadanos, como
esos más de 30.000 millones del FLA que jamás devolverán. Es peligrosísimo,
incluso desde la perspectiva internacional.
Por eso ahora corre prisa, es
urgente, debatir y acordar entre demócratas constitucionalistas las grandes
líneas de la reforma que necesariamente pasara por tres esenciales. Determinar
con claridad el reparto de competencias entre el Estado y los entes autonómicos,
acabando con el caos de lo exclusivo, concurrente, ejecutivo, etc. Constitucionalizar
definitivamente las bases del sistema de financiación y despolitizar la
Justicia, volviendo al inicial modelo constitucional del CGPJ, olvidando las
nefastas reformas de 1985 y 1993.
Pero hay mucha más tarea. Como es
mantener la monarquía, la forma más estable y duradera de Estado, por encima de
las instituciones. Derogar el nefasto artículo 150,2 de texto constitucional. Restablecer
el recurso previo de inconstitucionalidad, acabando con el caos disparatado de
reformas y contrarreformas de los estatutos de autonomía. Pero también,
identificar constitucionalmente las entidades que se federan así como sus
características, respetando la unidad de mercado y la igualdad de derechos y
obligaciones de los ciudadanos en todo el territorio nacional. O profundizar en
el respeto a la autonomía de los municipios, propiciando la reducción de su
número de forma drástica, pero así mismo suprimiendo definitivamente las
Diputaciones, todas. Y la reforma del Senado, haciéndolo parecido, lo más, al
alemán. Y que decir, del Tribunal Constitucional, creador de profundas y sabias
sentencias, modelo en el constitucionalismo europeo de raiz kelseniana. Ni
escuchar las torpes propuestas de C,s sobre su desaparición, menudo tropiezo.
Hay también que simplificar el sistema de modificación constitucional para que
pueda adaptarse a los nuevos tiempos que parecen percibirse en la Europa, que
también como USA, buscaría el paso del federalismo dual al cooperativo.
La reforma de esta Constitución
debió abordarse en la legislatura Rajoy, empleando el procedimiento agravado
del artículo 168, alargado en dos periodos, como en Bélgica, Noruega, Suecia,
Dinamarca, Finlandia, Países Bajos y otros. Menos temores y más brío, antes de
que el Estado sufra más erosión como sistema jurídico, donde en la impunidad se
incumplen leyes y sentencias. Antes de que Pablete Iglesias, intente
convencernos de que él sale de su ciérnaga ideológica agarrándose a su coleta y
tirando hacia arriba, como el barón de Münchausen.
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