EL FINAL DE LA LIBERTAD
Javier Pipó Jaldo
Cuando el desarrollo, el bienestar y la
democracia parecían asentarse en una historia de España ajetreada y poco
estabilizada, llegan vientos huracanados y fríos para tratar de erradicarlos,
quien sabe si definitivamente, como principios estructurales de la fértil y
hermosa civilización a la que pertenecemos. Que poco parecen durar las escasas
etapas de libertad en este voluble país.
Miren, la situación está resultando insostenible
por no decir explosiva. Aquí cada día no trae su afán sino un escándalo en
forma de puesta de manifiesto de la podredumbre en que quedó el sistema. Aquí
no se puede ocultar que la realidad no pasa de ser una de las apariencias de la
verdad. Y ya no sabemos ni donde se encuentra, ni cual sea, ni en poder de
quien se encuentre la verdad. Ya hasta la moral dejó de constituir un conjunto
de normas no escritas para no llegar siquiera a conjunto de respetos. Porque
ciertamente se desconoce el respeto de unos con otros, de todos con las
instituciones, del ciudadano hacia si mismo. Es una evolución hacia el abismo o
cuando menos la marcha al retroceso porque ni las creencias son certezas y en
modo alguno pautas de comportamiento, quedando aislado el ciudadano despojado
de su dignidad como tal y temeroso de perder hasta la devoción fervorosa a un
ideal. Sí claro, se trata de una reflexión tenebrosa del momento, pero
seguramente falte tiempo para que pueda ser pesimista. El optimismo está
llevando a la ignorancia que será la madre del
miedo. Solo quisiera ser preso de un error insalvable o de un
desconocimiento irreversible de la situación nacional.
Fíjense, tras 36 años parece descubrimos un
sistema putrefacto del que comienzan a salir roedores otrora defensores de la
permisividad como norma de convivencia y del privilegio como defensa de la
libertad. Y no crean que este baño de corrupción sea un hecho novedoso de la
democracia española. Comenzó a los pocos años, en los ochenta, conforme la
abundancia podía ser objeto de codicia para los guardianes de aquella y paralelamente
se desmontaban los sistemas de control internos y externos de tantas
Administraciones como territorios, tan inútiles como generosamente libadas con impuestos abusivos e injustamente repartidos y
la solidaridad europea caída como maná sobre un pueblo mas amante de las caenas que de la razón y las luces. Y ahora, con una Justicia saturada e
inmovilizada por la presión de los intereses, con una elite salpicada hasta
hacerla repugnantemente irreconocible, el sistema espera resignado la teocracia
de sus sepultureros. En la periferia acechan de una parte los que adoran el
dios Estado omnipresente y totalitario, donde la supresión de las clases
sociales pasa por la supresión previa del individuo en su dignidad y libertad.
Esperan el momento oportuno que madure el hundimiento para alzarse con el poder
dictatorial democráticamente eso si, dinamitando el sistema con voto masivo y
sin advertir que en su modelo de democracia Popular, el poder no se alimenta de
poderes sino que al ser uno, el pueblo solamente lo ostenta obedeciendo. Y de
otra, los teocráticos del vandalismo yihadista que tratarán de infiltrarse o
asaltar unas fronteras donde los ilegales son los que las defienden. También
esperan el momento adecuado para arrasar el Estado mismo, al fin y al cabo una
creación del cristianismo europeo.
Y la reacción ante tanto desafuero no pasa de
gesticulante porque incluso resulta hasta sospechosa esta cadena interminable y
coincidente en el tiempo de presuntos, conducidos ante una justicia incapaz de
procesar siquiera a unos cuantos y no digamos juzgarlos y en su caso
condenarlos. Para eso se mantiene el blindaje del aforamiento preciso y la
inmunidad rellena de impunidad. Y además, siempre queda el recurso al indulto
más o menos disimulado para los que resultó imposible librarlos de pasar por el
reproche. Pero ya está bien, porque en un país de tuertos,
donde el ciego es revolucionario, reivindico con Ortega mi derecho a la
continuidad y añado con él que la forma que en política ha representado la más
alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Por eso reclamo tan alto
como pueda esa continuidad y si está podrida la democracia habrá que
desinfectarla y limpiarla hasta los alveolos, pero no destruirla porque no hay
otro sistema mejor. Como decía sabiamente Pertini, a la más perfecta de las
dictaduras preferiré siempre una imperfecta democracia.
La situación no puede esperar. Los Partidos
democráticos del sistema, pocos por desgracia, deben abandonar la semántica y
en un paso histórico acordar una decisiva y profunda lucha contra la
corrupción; un Gobierno de concentración; la reforma de la Constitución
conforme al artículo 168 y en consecuencia la disolución de las Cortes y
convocatoria de elecciones que ratifiquen aquella. Es urgente e inevitable. La
Nación se desmorona entre la corrupción, el nacionalismo y los totalitarios que
ya tocan poder. Por mi parte y en lo que pueda, siempre
preferiré estar con la minoría sensible antes que con la mayoría victoriosa que
se avecina en el final de la libertad. Pues eso.
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