Artículo publicado hoy en La Azotea del Diario "Córdoba"
EN EL ESTADO FEDERAL
Ahora hace dos años y medio, cuando aún no había
comenzado la fiebre del cambio constitucional, me preguntaba desde esta misma
columna porqué no federalismo, siendo conocedor que en la historia del
constitucionalismo no existe el Estado federal, sino pluralidad de Estados
federales, como respuesta a circunstancias históricas diversas adaptados al
entorno cultural o económico de cada nación. Inician el camino desde la unidad
estatal inexistente previamente como Alemania, o ya existente y establecida
como USA, o potencialmente federal como Gran Bretaña o de Estado unitario y
centralizado que al final del proceso federalista queda totalmente
descentralizado, como España.
Si federalismo es también síntesis de conjugar
autogobierno con poder compartido y dividido, haciendo realidad el principio de
subsidiaridad donde cada nivel territorial debe ejecutar las competencias según
reglas de eficiencia, nuestra realidad constitucional por vez primera es esa.
Aunque con federalismo o sin él, se trata de mantener y no destruir una nación
con Estado y del deber de compensar la diversidad. Por ello el resurgir del
federalismo se acrecienta al resultar adaptable a formas y variantes múltiples,
tal como tienen estudiado Elazar o el profesor Blanco Valdés.
Los reunidos en Filadelfia en 1787 para redactar
la Constitución USA, pasando de la Confederación imposible a la Federación de
liderazgo, se vieron apremiados ante el ejercicio imposible del Gobierno
central por la permisividad en la autonomía de los Estados. Pero logran una
Constitución modélica, de adaptación progresiva, imitada y de influencia
decisiva en el constitucionalismo occidental, seguramente por su lealtad al
espíritu de Locke, resultando especialmente llamativa su permanencia 227 años con
solo 27 enmiendas. Incluso, tras la gran crisis de 1929 logra una suave
modificación desde el inicial modelo “dual” al más flexible conocido como
“cooperativo”, que va calando asimismo en Europa, como se percibe en Alemania,
Austria, Suiza y quizá España, ya que la disminución de la soberanía de los Estados
nacionales, incrementa y fortalece instituciones de carácter federal, tal como
parece ser la tendencia de la UE.
Aquí, tras el éxito de una Constitución nacida
hace solo 36 años, parece apremiar cambiarla aunque desconociendo para qué ni
por qué. Eso sí, el sentimiento de ingobernabilidad del Estado resulta patente,
aunque pareciendo prevalecer sin embargo cambiarla sin más, antes que
reformarla. Pero se debe reflexionar sobre sus contenidos ejemplares o
vanguardistas a conservar sin añadidos de coyuntura, generalmente propuestos
por quienes desprecian la democracia parlamentaria y representativa. O de poner
remedio al incumplimiento reiterado e impune de su texto o de las Sentencias
del TC que lo interpreta, frenando decididamente y con sentido común lo mucho
que hace al Estado ineficiente o ruinoso. Es tarea que debe acometer una clase
política atiborrada de privilegios, hábil en el chapoteo de la corrupción pero
insensible al riesgo de perder la libertad.
La crisis dramática que sufrimos desde 2007
debería forzar a la adaptación de
nuestra Constitución como hace 85 años hicieron los norteamericanos. Es
imposible seguir esperando la mano jurisprudencial del TC o la siguiente
improvisada oleada reformista de los Estatutos o continuar la descentralización
sin límites y la centrifugación imparable, hasta la desaparición del Estado
debilitado por la ruina y el buenismo ideológico.
Es urgente identificar las entidades federadas,
sus características y competencias, así como el régimen de financiación, que
condicionará siempre el ejercicio del poder del Estado midiendo el efectivo
grado de descentralización. Y conseguir la igualdad de derechos y la unidad de
mercado, manteniendo la autonomía y régimen fiscal de los municipios,
reduciendo su número y extinguiendo las Diputaciones. Y hacer prevalecer la Ley
del Estado sobre la de las partes. Y mantener la Monarquía parlamentaria como
forma política del Estado, la continuidad por encima de las instituciones, como
en la Commonwealth. Y concebir un sistema más ágil de modificación
constitucional.
Nadie debe creer que la modificación
constitucional, con vocación y contenido federal que propongo, es el final de
nuestro incesante camino construyendo libertad individual y colectiva
compartida en dignidad. Ni el acomodo del nacionalismo radical, que desde 1978
ha mantenido lucha sin cuartel contra el Estado y este cedido gratuitamente al
límite, minando progresivamente sus estructuras y llevando al resto de
territorios a formular con exigencia expansiva soluciones al permanente agravio
comparativo.
Nuestra diferencia con cualquiera de los Estados
federales es el látigo brutal de lo que alguien definió como
"nacionalismos interiores" que siempre buscarán la modificación del
modelo, para superarlo antes o después, con o sin Constitución. Confederalismo
primero y luego, independencia, sin más. Pero quizá consigamos otros 35 años de
estabilidad. Si no nos arruinan antes.
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