LA ENCRUCIJADA
ESPAÑOLA
18 de Enero 2014
Solo dos semanas de 2014 permiten
asomarnos al balcón de la especulación sobre la ruta que parece puede seguir el
avatar de nuestra Nación.
A mí siguen sin gustarme los
datos de la realidad, aún con riesgo de ser calificado de agorero. Es verdad
que existe una estadística que convenientemente presentada anima los
aletargados sentimientos de una población cansada de malas noticias. Y no niego
la unanimidad de expertos, informes internacionales, felicitaciones de jerarcas
extranjeros y socios de la Unión, que alaban el buen hacer de un Gobierno
voluntarioso. Algún resultado debe dar tan importantes y prolongados
sacrificios.
Gobierno que debe contar por
patriotismo, con el apoyo de ciudadanos que fueron inducidos a un festival de
gasto, despreocupación, alegría de vivir y confianza en la solidez del modelo y
que ahora comprueban la artificialidad de un sistema que quedó colgado en
cuanto comenzaron los primeros datos negativos en la economía norteamericana y
de los países más desarrollados de Europa. Las risas se transformaron en
lágrimas y la alegría en preocupación por el incierto futuro.
Es verdad que el Gobierno Rajoy
heredó una situación entre lo cómico y lo dramático, producto de una etapa
donde la irresponsabilidad se hizo carne en un bufón de la política, en un
esperpento investido de poderes inmensos ritualizado por la legalidad
democrática. Usurpó el poder mediante métodos de legalidad constitucional y lo
transformó en un inmenso fraude de pacífica servidumbre a la ridiculez y el
escarnio, entre la complacencia cómplice de ciudadanos que se mostraron
comprensivos e indulgentes en su primera Legislatura. Cuando medió la segunda,
el pánico comenzó a recorrer el territorio y la opinión de los que son capaces
de crearla y hasta de las cancillerías de los países amigos.
Pero ya era tarde, porque la
semilla de la división nacional comenzaba a dar sus frutos. El relativismo
político era moneda aceptada; la razón de Estado primaba sobre el Estado mismo,
cuya debilidad mostraba su voraz descomposición, aprovechada para destruirlo o
como poco, adaptarlo a los intereses del nacionalismo reaccionario.
Estado donde la corrupción
afloraba porque incluso podía justificarse y se justificaba impunemente; donde
el TC jugaría a favor de intereses partidarios camuflados en falsas teoría del
mal menor; donde la Jefatura del Estado campaba a sus anchas sin un Gobierno
exigente con sus obligaciones constitucionales de ser símbolo de unidad y
permanencia, de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las
instituciones, asistiendo seguramente con alegría al desmoronamiento de la
Corona. Con un Poder judicial trufado por el partidismo y al servicio de sí
mismo, desesperanzando a tantos jueces honestos amantes de la Justicia. Y en
fin, una Nación repartida en 17 territorios, en manos de tantos y tantos
políticos con más ambición que luces, con más deseo de enriquecimiento que de
servicio público e inmersos en un vendaval estúpido, innecesario y letal de
nuevos Estatutos repletos de preceptos inconstitucionales que vendrían a diluir
lo que quedaba en pie del edificio nacional.
Claro, el agujero económico
comenzaba a manifestar su agrandamiento y a quedar sin fondo, con daño
irreversible a la Contabilidad Nacional, donde ya nada cuadraba, ni el déficit,
ni la deuda, ni las quiebras de miles de empresas, ni el paro de millones de
personas, ni la morosidad de empresas y familias, ni la honorabilidad en el
trato comercial, ni la confianza en el sistema, ni la decencia colectiva. Y
todo comenzaba a derrumbarse. Pero nadie quería creerlo y desde el poder se
descalificaba a los críticos.
El edificio pues, cayó en bloque
sobre el Partido Popular que había conseguido concitar la esperanza de más de
once millones de ciudadanos que compartiendo o no sus ideas apoyaban una
regeneración nacional rápida y decidida, para poder seguir creyendo en la
Nación; para recuperar el nivel de vida perdido, continuar el esfuerzo
colectivo realizado por las generaciones posteriores a la Guerra civil y poder
legar a las siguientes un país ordenado y con futuro.
Pero el Partido Popular no parece
haber entendido el mandato en los dos años transcurridos. Y desgraciadamente ha
confundido o no ha sabido combinar la moderación necesaria con la debilidad
peligrosa y suicida. Y ha creído que el mal nacional se limita a lo económico,
como si los problemas técnicos no se subsanaran con soluciones técnicas, con
políticas sensatas. Como si los sistemas económicos no se sustentaran en
sistemas políticos inclusivos y ordenados y ahí están los ejemplos académicos
de Argentina, Venezuela o el Méjico que viene.
Aquí la herencia recibida no es
solo la economía derrumbada sino la moral social inexistente, destruida. Y los
códigos de conducta son más importantes que los mercantiles y más dañinos cuando
pervierten el sistema y más persistentes cuando se soslayan y más irreparables
cuando se desprecia la regeneración.
De manera que lo que parece una
recuperación económica no es sino un respiro en una crisis estructural que impide
la sostenible en el tiempo. Y nuestro gran problema es el nacionalismo
secesionista, ahora catalán y mañana vasco, gallego, balear o canario, aunque
Sánchez Gordillo – amparado por jueces asustados –ya pide la nación andaluza.
Y digo el nacionalismo
secesionista catalán porque representa la síntesis de la crisis moral de la
Nación con la del Estado en que se sustenta.
Mucho se habla de los perjuicios
económicos y de ubicación jurídica internacional que la secesión comporta para
Cataluña, pero poco de los pavorosos que comporta para España, aumentados hasta
el límite de continuar la rueda secesionista.
Cataluña será la espita que ayude
a una espiral de movimientos independentistas en la vieja y declinante Europa,
comenzando por Gran Bretaña y continuando con Bélgica, Italia, Dinamarca o la
propia Alemania. De manera que todo es cuestión de tiempo porque ya se pide la
modificación de los Tratados de la Unión.
Y no se oyen voces pidiendo el
entendimiento inmediato entre PP/PSOE para reformar la Constitución y resolver
durante al menos cincuenta años el problema. Que desde luego, no tendrá
solución ni con diálogo ni con la fuerza. Que error, que horror.
Quizá sea intentando lo posible
como se realiza lo imposible en esta encrucijada.
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