…Y LLEGÓ 2015
Mediado el nuevo enero no muestro especial
disposición a deseos sobre los que sustentar la esperanza de lo que viene,
mayormente por su dificultad. Pero también para evitar caer en optimismo
simplificador o retórico. Al comenzar 2014, deseaba para España en mi primera
Azotea, solución a lo que consideraba tres graves situaciones. La del Estado,
viejo, alojado en edificio ruinoso e insostenible; la de su Jefatura, coronada
por Rey maltrecho, al que resultaba exigible vigor y autoridad en el ejercicio
de su representación y despliegue de capacidades de moderación y arbitraje. Y
la del Gobierno, nacido genéticamente débil, persistente en los errores,
vacilante en sus decisiones, olvidadizo en los principios, asfixiado por la
corrupción, empequeñecido ante la ingente tarea regeneracionista y desbordado
por la leal oposición y la otra.
Al inicio del año nuevo debo reflexionar sobre
si alguno de los trances apuntados muestra algún signo que haga mejorar mi
percepción sobre el devenir de la nueva etapa que comienza. Y sí, señalo mi
júbilo indisimulado por la oportunidad y forma en el recambio sucesorio de la
Jefatura del Estado. Abdica y desaparece de escena institucional, no
inesperadamente, un personaje singular que lleva consigo el reconocimiento de
la mayoría por su enorme bagaje de servicio a la Nación y el formidable
prestigio internacional alcanzado. Su figura parece finalmente perdida entre
sombras, quizá fantasmas que seguramente no empañarán su protagonismo
histórico. Y ahora, en nueva imprevisión constitucional, en país proclive a
utopías republicanas conviven dos reyes y dos reinas consortes. Una ficción
fabulosa. Pero el mecanismo ha resultado ejemplar en su funcionamiento y ello
no es poco. La mejoría ha sido tan notable como perceptible. Felipe VI se
esfuerza cada día en ejercer la representación dentro y fuera de la Nación con
la dignidad exigible y el vigor necesario, evitando murmullos sobre la
futilidad de la función o la ilegitimidad de su ejercicio. Intenta y por ahora
logra, con palabras de García Pelayo “armonizar el carácter personal de la
monarquía con su carácter corporativo de institución política independiente de
la persona del Monarca”.
Trescientos años hace ahora, con su antecesor
Felipe V, cuando comienza la tropelía manipuladora de la historia de Cataluña y
su relación con España. Litigio no resuelto, atascado y con material explosivo
suficiente para el estallido. Al último de la Dinastía corresponde ahora con
urgencia propiciar un entendimiento fructífero entre las dos grandes fuerzas
parlamentarias para modificar decididamente y sin temor una Constitución
inservible que se incumple con descaro por su incapacidad para regular un
Estado nada razonable, que este año debe refinanciar el 17% de su PIB, más que
toda la producción de Portugal o emitir su Tesoro 243.000 millones de euros,
casi el PIB de Dinamarca. Y también, arbitrar con los principales partidos
fórmulas de lucha tajante contra la corrupción que desprestigia a la Nación,
impide el progreso y pone en riesgo el sistema. Y desde luego lograr un mayor
esfuerzo para financiar la Defensa nacional, al borde de la vulnerabilidad
total, con un enemigo implacable, carnicero y totalitario que desborda sin
piedad la débil, grasienta y descreída civilización occidental. España es
objetivo fijo, como explicó hace años Gustavo de Arístegui y dentro se
acrecienta una “quinta columna” de buenismo institucionalizado e ideológico
ante la estulticia de los que debían ser sus guardianes, como bien conocen en
los servicios secretos.
Ciertamente se espera mucho de su Magistratura.
Dignidad, sacrificio, honestidad, rigor en el ejercicio de todas y cada una de
sus funciones constitucionales y revitalizar al Estado anclándolo con firmeza
en el mundo de principios, valores y sistemas que caracterizan todavía al
occidente cristiano que ama la libertad y la democracia. Es el difícil papel
que debe corresponder a un monarca del siglo XXI.
En cuanto al Gobierno Rajoy, pierdo la esperanza
regeneracionista y la de reforma del Estado, pero no un acuerdo final con
socialdemócratas para salvar el sistema, confiando continúen según me cuentan
en voz baja, los encuentros discretos entre estadistas de ambas formaciones.
Mientras, a populares se les deberá reconocer el éxito en alejar a la Nación de
un desastre económico de consecuencias dramáticas. Pero siendo ello bastante no
está resultando en modo alguno suficiente. Tienen un inmenso e irrepetible
poder que emplean en enmendar y contabilizar parámetros, alejándose de
principios, valores y promesas.
Debo repetir con Hayeck que nada se debe dar por
supuesto, ni la libertad ni la democracia y añadir que sin ambas no existe el
bienestar ni el progreso, solo angustia, miedo y pobreza.
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