LA AZOTEA
REFLEXIONES SOBRE
LA NUEVA NORMALIDAD
6 de Julio 2020
Seguramente
es mi peor verano de los muchos que llevo soportados. Y no solo por el calor
abrasador que mantiene al límite todo el hermoso Valle del Guadalquivir, porque
más o menos siempre lo conocí así; aunque desde luego me atrevería a decir cómo
parece anticiparse con más frecuencia el anticiclón de las Azores y arrasar con
más fuerza el aire sahariano, sin respeto siquiera al moderado junio. Y encima
con la boca y nariz tapadas en la esperanza de que la guadaña asesina de
Covid19, pase de largo sin detenerse. Pero parece coincidencia macabra, que calor
y boca tapada concurran en la misma caldera política, con vocación de estallar
y sin poder resistir los embates estúpidos, cuando no autoritarios,
anticonstitucionales y golpistas del poder sanchistacomunista.
Y resulta de calor insoportable por
asfixiante, asistir impotentes al avance también arrasador de un poder autoconsiderado
ungido por derecho natural, decidido al cambio por imposición, de la Historia,
las costumbres, las tradiciones, los valores y principios o la estructura de una
Nación, seguramente la más antigua de Europa. Parece querer imponer, orillando
la malla institucional del sistema, la necesidad de alcanzar sus fines sin
importar los medios, en puro maquiavelismo político. Como si la clave del poder
solo consistiera en cómo alcanzarlo y mantenerlo; dos principios del sanchismo,
es verdad, pero del que nunca olvidaremos su forma legal pero inmoral de instalarse
a través de una negra moción de censura. Como si la astucia fuera la identidad
de la moral; como si el engaño reiterado, chusco y desenfrenado fuera elemento
básico de la ética, cuando además va dirigido al sector más sensible, por desinformado
y poco formado del gentío. Como si los intereses propios fueran necesariamente
incompatibles con los generales.
La alianza del sanchismo con el
comunismo obedece, sin duda, a un plan bien trazado que delineó un felón
indigno llamado Zapatero, al que siguió Sanchez como alumno siniestro y aventajado,
como actor engreído, soberbio, amoral y peligrosísimo, un sicópata del poder a quien
corresponde llevar a buen puerto el proyecto, con los restos del otrora
socialismo democrático. A esa operación compleja y delicada, que recupera
odios, rencores, lucha de clases y enfrentamientos que parecían superados por
una larga Transición y una modernísima Constitución, se sumaron oportunistas desangradores
del Estado. Llámense independendistas vascos, liderados por elementos provenientes
del nazismo aranista y de las sacristías reaccionarias, sin nunca haber renunciado
a obtener privilegios contrarios a la marcha de la Historia, pero eso sí,
mientras, amparando y comprendiendo el genocidio etarra, ya presente en las
Instituciones, incluido el Congreso de los Diputados. O independentistas
catalanes que lograron no solo expulsar al Estado de su territorio, sino que le
dieron un golpe definitivo, por supuesto impune. Y un resto heterogéneo,
esencialmente en la extrema izquierda, salvo alguna comparsa que se afana en
definir su propia identidad, pero con valor oportunista para apoyar este
Gobierno de progreso y su minoría mayoritaria, en vía libre de
destrucción y autoritarismo por el camino del Decreto-Ley.
Es cierto que, en estos límites de
la democracia liberal, ya no quedan partidos de masas representantes de
intereses globales identificados según grupos sociales. Ahora, los partidos que
funcionan en el sistema europeo son más bien agencias electorales, más cercanos
a los grandes partidos norteamericanos. Al menos en España están
desideologizados, confeccionando programas electorales donde nada se programa,
limitándose a contener ideas generales, casi transversales y donde los
electores o votantes saben de antemano no se difunden con compromiso de
cumplimiento. Así pues, en la democracia representativa, parlamentaria y
constitucional del 78, sobre todo a partir de 2004, la ideología – salvo para
el comunismo- carece prácticamente de sustancia y significado. Ideología que
queda sustituida por la imagen del líder, elaborada por laboratorio y rellenada
en su retórica por el trabajo de expertos.
Esto
queda perfectamente resaltado en el dibujo del sanchismo, donde su ideología de
la que carece sería menos importante que la imagen del líder, cultivada hasta
la saciedad por un aparato propagandístico que ya hubiese deseado el
franquismo. No hay pues ideología sino líder; no hay información sino
propaganda; no hay verdad que defender sino apariencia que representar; no hay
separación de poderes, sino variedad de funciones; no hay Nación, patria común
e indivisible de todos los españoles, sino una nación de naciones. Pero
mantiene una coalición con el comunismo, donde hasta la imagen del líder está
fuera de su tiempo, en contrapunto ideal de Sanchez. Un comunismo casposo y
cavernario en su ideología, comandado por un tuercebotas insolente, agitador callejero,
zarrapastroso, impresentable en su aspecto, incluso ante los higienizados Comités
Centrales de China, Corea del Norte o Venezuela. Pero entre uno y otro
dejarán España y a sus clases medias, que fueron sustrato indispensable del
cambio a la democracia, en el límite de la pobreza con un régimen autoritario
ajeno al progreso y la libertad. Son reflexiones algo penosas en un verano
asfixiante, añorante de un pasado mejor que el futuro, al que este descarado llama
nueva normalidad.
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