Ya ven la fortaleza de los
principios europeos disfrazados de realpolitik. Si la democracia griega es
indigna de participar en un selecto club de naciones que deben anteponer la
dignidad comprometida, por ejemplo compartiendo soberanía para mantener la
libertad, demasiados están dispuestos a cambiar las reglas y llegado el
apretón, los principios.
Así están las cosas, para
que luego se escuchen teorías pretendiendo la imposibilidad de una Cataluña
independiente en el espacio europeo que no aceptaría ni jurídica ni
institucionalmente la secesión. Menos faroles y más valentía porque aquí no hay
más principios que los de contabilidad, salvo que Merkel haga girar el timón
desde la realpolitik a la weltpolitik, recordando al neurótico Kaiser Guillermo
II. Lo mismo, los sagaces y valientes funcionarios de Bruselas esperan de Obama
la receta de su oposición a la austeridad o la señal de desembarco de marines
en las costas del Egeo para librarnos del marrón que se nos viene encima,
incluido el nuevo imperialismo ruso, tan hermanado con los comunistas griegos.
Fíjense, nueve de los diez
episodios decisivos reunidos por García de Cortázar en su “Siglo XX” se
desenvuelven en Europa. Siglo recién concluido, a recordar como sangriento,
agitado, que dejó en el alma europea dos patologías sociales incurables como
fascismo y comunismo, muy interdependientes en ideas, pasiones y brutalidad,
como señalaron F. Furet y Nolte, pero que no impidieron el hambre universal, ni
la opresión, ni la violencia. Es verdad que tras 1945 resistió muy bien el
empuje contundente y deshumanizado del comunismo soviético y su vergonzoso
telón de acero, con ejemplos lacerantes como el muro de Berlín, “de protección
antifascista” en definición de tanto progresista o el aplastamiento de los
húngaros o la ferocidad de la Stasi de Ulbricht y Honecker, totalitarios para
no olvidar. Y también coexistió con marionetas o payasos perversos como
Ceacescu, Bierut o Gomulka o con autoritarismos liberticidas y desubicados como
el salazarismo o el franquismo.
Ciertamente Europa superó
bien la guerra fría, pero encapsulada, ensimismada en impulsar una sociedad
opulenta que opta por la mantequilla a resguardo de los cañones del yanqui. Y
ahora, sin siquiera haber tomado plena conciencia de la terrible amenaza de los
lobos solitarios, quinta columna del yihadismo asesino, se azara porque la crisis económica no cesa y sus
ricas clases medias pierden la envidiada centralidad que da progreso y
libertad. Y así parece dibujarse una peligrosa línea divisoria entre un Norte
que bascula entregando el alma y el patrimonio de civilización acumulada a una
derecha nacionalista y autoritaria, cuando no claramente prefascista o neonazi
o el siempre explosivo Sur arrebatado por predicadores revolucionarios que ganan
terreno ideológico con un comunismo populista, alentado y financiado entre
otros por el tosco y peligrosísimo bolivarismo de tintes internacionalistas. Y
las dos tendencias idolatran al Estado, como Leviatán capaz de conducir a la
felicidad colectiva por la vía indigna del sufrimiento y el horror. Y los dos
poderes totalitarios pueden convertirse en constituyentes mediante elecciones
democráticas, pero sin antecedentes históricos de que el comunismo abandone por
el voto el poder conquistado en las urnas. Unos y otros, si como parece
previsible se instalan, irían desmantelando de forma progresiva y sin retorno
cualquier atisbo de derechos y libertades individuales o colectivas que
conforman el espectacular inventario sustentador de los textos constitucionales,
que sirven de guía a un espacio de civilización y libertad, orgullo de
sociedades tolerantes e igualitarias que lograron el más alto nivel en el
progreso histórico de la dignidad humana.
¿Y la Nación española? pues
muy lejos de aquélla hermosa invocación de Argüelles al presentar el texto
constitucional de 1812: “Españoles, ahora tenéis una patria”. Quizá nadie debe
olvidar que en el Manifiesto, Marx y Engels aseguraban que los obreros no
tienen patria, de manera que la patria invocada por Pablete debe ser la
señalada por Lenin cuando decía que sí tenía patria, su patria era el
socialismo. Eso si parece más tangible, aunque nos haga retroceder cincuenta
años, aunque perdamos nuevamente el tren del progreso, aunque sumerjamos la
Nación en una espiral de odios desatados, venganzas,
resentimientos y pobreza. Pero así contribuimos a un Sur progresista, dueño de
su destino. Los gobiernos populistas gobiernan dando la cara al pueblo, pero la
espalda a la verdad y la sabiduría.
Europa al fin, solo un
sueño.
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