EL ALMA SENSIBLE
Hace quince
meses de la elevación de Susana Díaz a la Presidencia de la Junta, creando expectación
pero ninguna esperanza. Al menos entre determinados observadores de la vida
política de esta hermosa pero atrasada Comunidad que figura en tercer lugar en cuanto
a volumen de PIB tras Madrid y Cataluña, pero en la cola de su distribución por
habitante solo seguida de Extremadura. Como opinador independiente le dediqué entonces
un comentario titulado El Relevo en
el que tras lamentar la penosa herencia, especulaba que el experimento Susana
no supondría más allá de un recambio en la apretada burocracia socialista, tan desgastada
como la utopía pregonada desde hace más de treinta años. Terminaba resignado,
confiado en que supiera dosificar sus virtudes políticas evitando así una
degradación mayor que la de sus antecesores.
Cuando el
aparato de poder celebraba felizmente sus primeros cien días de gobierno, la
efemérides coincidió con la mitad del mandato de Rajoy, Presidente que salvó
España del caos económico y la sumió en la desazón política. Dos años de uno y
cien días de otra. Una yendo, otro viniendo aunque de ambos solo resultase
constatable las carencias y falta de trapío político.
Pero Susana, aparecía
cercana a su pueblo, voluntariosa, empeñada en hacer y decir muchas cosas, como
formular la necesidad de “recuperar la confianza de los ciudadanos” o “el deber
de reconocer errores” o iniciar el camino hacia “un nuevo modelo productivo” y
así. Y conforme Alaya apretaba, ella recitaba una y otra vez las teorías sobre
la falta de temblor en la mano, la absoluta colaboración con la Justicia o la
acción decidida de su Gobierno “implacable contra la corrupción”. Pero nunca desvelando
el contenido de su nueva etapa repleta eso sí, de grandilocuencia, frases vistosas,
presencia aquí y allá, opinando en entrevistas o
peroratas parlamentarias y desde luego comenzando a descubrir el peligro
de una aventura compartida con quienes no tienen más programa que el
autoritarismo liberticida.
Y en estas, al
filo de septiembre, nos sale con la confesión de que ella es roja, como
Zapatero pero cambiando el feminismo del estadista por la decencia, que es
apuesta arriesgada en esta tierra. Y no sin cierta maledicencia quise endilgarle
en comentario que con esa proclamación quizá no pretendiera
más allá de hacerse un hueco en el vendaval de extrema izquierda radical que
nos azota y ennegrece el futuro. Pero justo quince meses después de hacerse con
la Presidencia, mucho tiempo para quien asume la responsabilidad de continuar
un legado de casi 35 años, con participación activa los últimos 25, se
descuelga en entrevista glamurosa con lo mucho que dice gustarle cambiar las
cosas y no resignarse a que España juegue “la liga de los perdedores” o a que
se feminice la pobreza.
Y en mística levitación o en simple síndrome confusional, nos dice que “la corrupción es de esas cosas
que le rompen el alma”, como si el alma no fuese término vago que exprese un
principio desconocido pero de efectos conocidos. Los griegos hablaban de las
tres almas, sensitiva, la del soplo del espíritu y la de la inteligencia que Santo
Tomás situaba en el pecho, en todo el cuerpo y en la cabeza. ¿Cuál y dónde la
tiene la Presidenta? Parece más bien alma
en pena o alma partía necesitada de muchas mas tiritas
que el corazón de Alejandro Sanz. Pero también de sosiego porque precisamente
ahora resulta presuroso y tajante en demasía decir encontrarse tan lejos del
populismo comunista como del PP. No le negaré, como Napoleón a los estadistas,
su derecho al sentimentalismo, aunque parezca más bien una inexperiencia
excesiva.
Miren, mi ingenuidad me llevaba a seguir confiando en la venida
de líderes brillantes, predecibles, estables, con sentido de Estado, con
equipos preparados, creativos, capaces de sacar Andalucía del pozo de la
dependencia. Cuán lejos queda una oposición, con o sin Bonilla, insípida, agarrada
al mismo libreto y una Presidenta, ya digo, circulando disfrazada de Violeta,
entre Peter Pan y Zapatero.
Me deprime la extrema dificultad de los dos alevines de
estadistas, representantes de la mayoría social que estructura la
representación política española, para acordar una reforma de la Constitución,
un plan radical contra la corrupción y una concepción común de la Nación. Y
todo ello antes de que el sistema resulte ingobernable deshilachado entre
multitud de tendencias para de inmediato caer en la dictadura populista de los
liberticidas.
La Presidenta debe jugar un papel esencial, reconduciendo a
su telonero hacia una concepción del Estado que impida la destrucción del
sistema, ahora que parece despegar la economía. Que su canto entre sirena y
jilguero se escuche en los salones del Reino. Al menos le damos un papel a su
alma partía.
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